Tras las huellas del Dios de las Montañas

Guido Sánchez Santur
sasagui35@gmail.com
Moche es tierra de mitos, leyendas y tradiciones, valores latentes en la memoria colectiva de los herederos de esa ancestral civilización que consolidó los cimientos de su imperio en base al barro y al algarrobo, con los cuales edificó templos y fortificaciones imponentes que hoy admiramos en la costa norte del Perú.
Cultores de la orfebrería, la arquitectura, la agricultura, la cerámica y grandes astrónomos guiaron sus ideales en torno al poderoso Dios de las Montañas, de quien dependían las lluvias, las buenas cosechas y los triunfos en las guerras; en consecuencia, le tributaban periódicos rituales y sacrificios humanos.
Estos ritos se remontan a una leyenda que los abuelos mocheros cuentan a sus nietos. Ésta refiere que hace mucho tiempo, en la “época de los gentiles, una descomunal serpiente de dos cabezas se comía a cuanto hombre o animal encontraba a su paso. Su presencia desencadenó la huída de los sobrevivientes hasta las faldas del Cerro Blanco y cuando estuvo a punto de devorarlos, la roca se abrió y entraron algunos aldeanos, y con ellos el ofidio, cerrándose a su paso”.
Dicen que la línea negra que, como una faja circunda el cerro Blanco, sería la cicatriz que quedó, a consecuencia de ese agrietamiento. Los mocheros creyeron que el cerro era mágico y consideraron que el Dios de las Montañas los había salvado, y como tributo construyeron, en su honor y a sus pies, el templo de la Huaca de la Luna, fundándose la ciudad que ahora los arqueólogos tratan de desenterrar para desentrañar sus secretos.
Esta es un de los mitos que explica el hehco de que la Huaca de la Luna fuera levantada a la sombra del cerro Blanco, un templo convertido en un espacio sagrado, de comunión entre hombres y dioses.
Esta narración nos adentra en el corazón de esta maravilla arqueológica, a la que ingresamos por el lado de los sacrificios, donde se encontró evidencias de que al menos 150 personas fueron ofrecidas al Dios de las Montanas para que sofoque un fuerte fenómeno El Niño. Esto habría ocurrido hasta en tres oportunidades. Los cadáveres quedaron a la intemperie, en el Templo Viejo.
En los murales plasmados en altorrelieve al interior del templo se encuentran representados el Dios de las Montañas y la serpiente de dos cabezas, en su forma real o antropomorfa, con características de demonio.
Aquí se concretaba la principal ceremonia a cargo de los oficiantes: que empezaba con un combate ritual y terminaba con el sacrificio de los vencidos y la entrega de la sangre al sacerdote guerrero. En esos tiempos el poder de la sociedad estaba en manos de los sacerdotes que, primero eran los intermediarios entre los moches y sus dioses, luego conquistaban vastos territorios que incluyeron los valles vecinos.
Con sus 12 mil metros cuadrados de murales policromos el templo viejo se convirtió en un ejemplo de tecnología constructiva con adobe, que los moches dominaron a la perfección.
El diseño y complejidad de sus pinturas murales constituyen una riqueza iconográfica y estética de valor universal que responde a un patrón que se manejó a lo largo de siete siglos.
Entre los años 550 o 600 de nuestra era este templo fue abandonado, supuestamente a causa de las sequías e inundaciones que puso a prueba la eficacia de los sacerdotes, quienes a pesar de los rituales, de los sacrificios humanos y otras ofrendas, la ira del Dios de las Montañas no fue aplacada.
Desde entonces los sacerdotes no fueron más vistos como intermediarios ante los dioses. Habían llegado su fin, y los habitantes de la ciudad empezaron a tomar el control del poder político y económico.
SEGUNDA FASE
Hasta ese entonces, la huaca del Sol no era más que un pequeño edificio, pero al ser abandonado el Templo Viejo, se inició un proyecto arquitectónico destinado a construir el edificio de dimensiones monumentales que aún hoy apreciamos, a pesar del paso del tiempo y del afán destructor del hombre.
En una parte más elevada y pegada al cerro está el Templo Nuevo, cuyos altorrelieves presentan una historia de caos y cambio. Ya no se observa más al Dios de las Montañas, sólo dibujos geométricos, de tejedoras y objetos animados, algunos luchando contra los hombres.
Esa es la época de la caída de los sacerdotes, subyugándose al poder político que se plasmó en una sociedad constituida por los hijos de los moches: los Chimú.
La huaca de la Luna es abandonada en el 850 de nuestra era, pero en sus alrededores, en la campiña, habitan hasta hoy los herederos de su riqueza cultural. En cada rostro cetrino, curtido por el sol, se adivina la imagen de aquellos magníficos hombres creadores de la cerámica más hermosa y los mejores orfebres del mundo, de los constructores de la ciudad más sagrada del norte del Perú en tiempos prehispánicos: los moches. Esta ciudad fue un sitio de peregrinación religiosa, incluso tras la invasión inca.
MUSEO DE SITIO
Se encuentra a 500 metros de la Huaca de la Luna y exhibe parte de la colección de piezas arqueológicas encontradas en las excavaciones en la ciudad sagrada. Tiene tres salas con vitrinas temáticas que representan aspectos de la vida diaria, el entorno de los moches, el culto al poder y al Dios de las Montañas.
Complementa el recorrido a la Huaca de La Luna con videos que reviven la iconografía moche; y mustra los ceramios de gran belleza, originalidad y simbología (pato guerrero, sacerdote ciego con escarificaciones en el rostro y en evidente trance shamánico y el manto felino, forrado en láminas de oro con soporte de algodón y cuero, decorado con plumas. Era utilizado en rituales como la ceremonia de la coca).
También nos ilustra con estatuas de arcilla que representan a los prisioneros desnudos, la porra de madera con manchas de sangre, etc. Aquí termina un itinerario mítico, místico e histórico que se confunde con la leyenda y la tradición, matizada con la exquisitez de sus platos típicos. Una experiencia inolvidable.

1 comentarios:

Mayjur travel dijo...

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