Tambogrande, una historia encarnada en su gente

Guido Sánchez Santur
sasagui35@gmail.com
Locuto, Ocoto Alto, Angostura, Callejones, Casaraná, Dios nos mire alto, Las Mónicas, Malingas … son algunos de los nombres curiosos de caseríos o centros poblados del distrito Tambogrande (provincia de Piura) y que llaman la atención por su rareza y significado.
En la misma ciudad un asentamiento humano fue bautizado con el nombre de ‘Froilán Alama’, memorable y mítico bandolero que asoló el medio Piura en los años 30 del siglo XX. Sus pobladores conocen bien la historia de este ‘caballero del delito’, convertido en leyenda y no dudan en llamarlo el ‘Robin Hood piurano’. Este calificativo le atribuyen porque en algún momento se dedicó a robarle a los hacendados para distribuir parte de sus botines a los más pobres. De esa manera, se ganó la simpatía y protección de los campesinos; aunque se especula que lo recibían por compromiso y temor antes que por necesidad.
Al caminar por los senderos polvorientos de estos pueblos, me asaltan las imágenes ficticias de las correrías vividas por los bandoleros que se enfrentaron a tiro limpio con la Policía o entre bandas. Mis cavilaciones se interrumpen al cruzarme con un hato de cabras, y aproximarme a un grueso y frondoso algarrobo que da sombra a una mujer de mediana estatura y piel broncínea que ofrece chicha de jora, cecina y cebiche de caballa o cabrilla a los parroquianos.
Estas dos manifestaciones de la culinaria son parte de la identidad del norte. El novelista Enrique López Albújar escribió que “si el serrano es biológicamente un producto de la papa, la quinua, el trigo y el maíz; el piurano lo es de la chicha y la carne de ganado cabrío, preparado en múltiples y variadas formas. Ictiófago (comedor de pescado) es el sechurano”. Esta costumbre se extendió a toda la región y ya es parte de su identidad.
• CAMINO DE LOCUTO
Tras saborear esas exquisiteces, prosigo mi camino a Locuto, bajo los rayos abrasadores del sofocante sol que no se adormecen, con la convicción de que “el trópico es el sexo de la tierra”, como decía Miguel Ángel Asturias; pues este clima hace que la gente de estos lares sea dicharachera, jocosa, amigable, y a sus mujeres, las nutre de sensualidad.
Para llegar a Locuto, situado entre un ralo bosque de algarrobos, cruzo el río Piura que en esta época casi no lleva agua, a través de un improvisado puente. Cuando ya estoy al otro lado, alguien me sale al paso y me cobra un ‘peaje’ de 50 céntimos, monto impuesto por la Comunidad Campesina en retribución a su esfuerzo desplegado en la rehabilitación de esta estructura de madera y barro.
Este caserío, situado en la ruta a Sullana, como el resto de Piura, abriga una rica y densa historia, matizada con tradiciones. Conserva las características de la arquitectura ancestral: casas de quincha, utilizando en su construcción ramas y troncos de algarrobo, techo de calamina o caña con barro, con un amplio corral donde las familias guardan sus cabras, asnos, ovejas, chanchos o ganado vacuno.
Con sus sandalias, que levantan arena al caminar, y un bebé en brazos, una joven madre se dirige a la posta médica, ataviada con una colorida vestimenta, a la usanza ancestral. Los colores que predominan son el rojizo, rosado, fucsia, amarillo, etc.
El bosque que acoge a los locuteños se ha convertido en su principal fuente de ingresos. Ahí pasta su ganado y del fruto de los algarrobos preparan diversos derivados en su planta de procesamiento: harina, galletas, algarrobina, queques, pan, entre otros. En estas actividades participan varones y mujeres, una fusión muy difícil al principio para los promotores, debido al marcado machismo, vigente hace muchos años en la región.
El aprovechamiento de la algarroba es parte de su rutina, casi todas las familias preparan algarrobina, de manera artesanal. También practican la apicultura en medio del bosque que les permite comercializar miel de abeja, y “de la pura”, como ellos aseguran.
Como ya dijimos, esta gente es muy querendona y lleva el humor en la sangre, pero las últimas décadas se volvió reticente y desconfiada, tras su enérgica lucha en su afán de salvar sus frutales que estaban a punto de ser arrasados por la minera canadiense Manhattan; pues todo el subsuelo y los campos de cultivo son una mina, y su explotación implicaba la reubicación total. En las dos décadas de resistencia sostenida sacaron a relucir la bravura y carácter de los guerreros tallanes, hasta lograr que el Gobierno rescinda el contrato y la compañía dé un paso al costado.
Esta característica se avizoró cuando el conquistador Francisco Pizarro, el 27 de setiembre de 1532, llegó a Tambogrande, en su ruta hacia Pabur, enfrentándose en una cruenta batalla con los nativos tallanes; luego fue fundación por el obispo Martínez de Compañón, el 4 de julio de 1873, bajo el nombre de San Gabriel.
• CON FRAGANCIA A MANGOS
Siguiendo la ruta al norte de Tambogrande ingresamos a los frutales, la principal actividad económica, donde destaca el cultivo del limón ácido y el exquisito mango. Ambos productos de exportación, con mercados asegurados en Estados Unidos y Europa.
Esta actividad agrícola se resume en el monumento al campesino levantado en el óvalo de ingreso a la ciudad, en cuyas manos sostiene un racimo de mangos.
Tambo Grande se ha convertido en una ciudad que se mueve alrededor de la fruta, por eso entre los meses de noviembre y marzo, época de cosecha, se convierte en un hervidero. Todos ganan, desde los obreros, mototaxistas, transportistas, empresarios, inertemediarios y campesinos.
Esta actividad se remonta a 1956, cuando el Estado, con apoyo del Banco Mundial y otros organismos, destinó una partida de 45,2 millones de dólares, a la construcción de la bocatoma de Samba en el río Quiroz, y el reservorio San Lorenzo. Así se inicia el proceso de colonización de ese valle, es decir que se recupera tierras fértiles para destinarlas a la agricultura intensiva, con asistencia técnica, créditos, generación de mercados y de empleo; matizados con experiencias educativas rurales, hasta convertirlo en el eje económico productivo agrícola más importante de Piura; pues, además del mango y el limón, también se cultiva papaya, algodón, arroz y marigold, entre otros. 
Esto es posible gracias al riego tecnificado en más de 43 mil 596 hectáreas, conformadas por predios privados de tamaño medio. Los lotes con más de 6 hectáreas permiten diversificar los cultivos.
La temperatura de esta zona es regulada por el bosque seco tropical de Locuto, que facilita los cultivos agrícolas competitivos. La algarroba es la columna vertebral de este bosque seco y sirve para mantener alimentados a más de 20 mil cabezas de ganado vacuno y otros, gracias a su alto valor proteico. Esta misma propiedad es aprovechada en la alimentación de las personas.

Sinsicap: naturaleza, aventura y sosiego


Un cálido paraje del ande liberteño a pocos kilómetros de Trujillo.

Guido Sánchez Santur
 Son las 6 de la mañana. La ciudad no se termina de despertar, cuando partimos a ese alejado pueblo de la sierra, dejando atrás el gélido frío que se está adueñando de Trujillo. En una cómoda van nos trasladamos a Sinsicap, un distrito de la provincia de Otuzco, en la sierra de la región la Libertad.
El motivo de este viaje es la celebración de la décima versión del Festival del Membrillo Ecológico, ocasión en la que retornan a su tierra los sinsicapinos residentes en otras ciudades del país y en el extranjero para compartir con sus familiares, y con sus paisanos que abrigan un cúmulo de tradiciones y leyendas.
La van deja atrás la ciudad de Trujillo, y enrumba por la carrera Industrial que desemboca en la vía de penetración a la sierra. Los primeros rayos solares del día se extienden entre los cañaverales de Laredo, de cuya fábrica emana una dulce fragancia.
Raudos pasamos por Quirihuac y Menocucho, tierra prodigiosa que se ha hecho famosa por sus deliciosas fresas, una fruta en torno a la cual también se organiza un festival.
Entramos a Simbal, con un radiante y abrigador sol que nos acompaña, y que le imprime, a esta localidad, un clima especial, por lo cual se ha ganado el calificativo de La Chosica Liberteña.
Hasta aquí hemos avanzado por una carretera asfaltada, de ahí pasamos a una polvorienta trocha carrozable que se abre paso, entre las minas de cal y las enormes rocas que arrastraron las avalanchas, tras lluvias torrenciales del fenómeno El Niño en 1983 y 1998.
El sol se eleva en el horizonte, mientras continuamos por esa estrecha y serpenteante carretera que se abre paso por los escarpados cerros de Collambay, en cuyas faldas los agricultores cultivan repollo, rabanito, lechuga, zapallos, camote y otras hortalizas.
Entre esas elevaciones geográficas, aparece imponente el cerro Orga, el apu tutelar de los capinos (así les dicen a los oriundos de Sinsicap), a cuya cima, desde las culturas precolombinas hasta nuestros días, las comunidades aledañas ascienden en diferentes temporadas con motivo de celebraciones especiales. Antes era para rendirle tributo y pedirle su protección, ahora lo hacen principalmente en el mes de mayo, a propósito de la fiesta de las Cruces, pues en su parte más alta se yergue uno de estos maderos dejado por los padres agustinos durante la Colonia, en su afán de extirpar las idolatrías.
Han pasado dos horas y hemos recorrido 62 kilómetros, hemos vencido la cuesta y estamos en una explanada, a 2,200 metros  sobre el nivel del mar. Lo primero que avistamos es una cruz que, cual guardián vigila la ciudad  que está al frente, en la parte baja, separada por una quebrada de un viejo cementerio. A un costado, en un extenso terraplén que hace las veces de un estadio, varios equipos de fútbol se disputan un sustantivo premio, entre vivas y aliento de los seguidores de uno y otro bando.
Más abajo se encuentra la catarata de Marto que en esta temporada no tiene agua, los mejores meses para apreciar su belleza son entre enero y mayo, cuando las lluvias son frecuentes. Ese paraje está revestido de misticismo y tradición, se dice que en tiempos pasados era escondite de las chucrunas (duendes mujeres de piel blanca) que en las madrugadas se paseaban por las calles; por eso colocaron la cruz a la entrada de la ciudad, con el afán de alejar los malos espíritus.
En la parte alta de Sinsicap está el mirador de Tudum, a donde vamos por un empinado camino, en pos de esas enormes rocas, inclusive con incisiones a manera de plano, aparentemente hechas por las antiguas civilizaciones.
Desde este paraje se domina la ciudad y todo indica que se trata de un lugar místico por la fuerte carga de energía que se percibe, característica que lo convirtió en un centro ceremonial y de rituales durante la presencia de las civilizaciones precolombinas.
En esta ruta cruzamos las parcelas en las que se cultiva las deliciosas manzanas, paltos, blanquillos y los famosos membrillos que han elevado la autoestima de los sinsicapinos, ya que propaló a nivel nacional el nombre de este pueblo.
Es la hora del retorno, abordamos la van con la satisfacción de haber conocido un retazo más de este ancestral pueblo, de influencia Moche y Chimú; pero sobretodo por haber compartido con su gente amable y querendona, que no duda en abrir las puertas de sus casas y ofrecer el calor de su hogar.

• La faja sara y los chullos
La fiesta está en su furor. En la plaza van vienen hombres y mujeres del centro poblado San Ignacio, quienes son los más vistosos por su singular vestimenta. Los varones llevan un colorido chullo tejido por expertas hilanderas. Cuando estos se colocan con una de las puntas a la altura de la frente indica que quien lo lleva está soltero, y los que lo llevan a los costados (por las orejas) ya son casados.
Por su parte, la mujeres llevan sus sombreros de paja y el afamado anaco, una falda tejida con lana de ovino, de colores enteros y generalmente oscuros. Esta prenda la ajustan con una faja que fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación, en mérito a su originalidad y antigüedad de la técnica utilizada en su confección.
La presidenta de la Asociación de Artesanas de Sinsicap, Primitiva Hernández Villanueva, comenta que su pueblo tiene una larga tradición en tejidos, por ello se organizaron para preservar este arte y su técnica, cuyos productos los ofertan en el mercado regional y nacional: chullos, fajas, alforjas, bufandas, manteles, rebozos, anacos, alforjas, etc. confeccionados a crochet, con telar de cintura y utilizando lana de ovinos.
El anaco (anaku) es una falda que se remonta a la época precolombina y cuyo plisado se hace con las uñas, muy característica en esta parte de la región, al igual que los chullos.
En su puesto también exhibe las fajas ‘sara’ y ‘pata’, trenzadas y un largo de cuatro. Ambas fueron declaradas patrimonio cultural de la nación en 2007. Estas las usaban los miembros de la élite inca, según las crónicas de Fray Martín de Murúa y Guaman Poma de Ayala (del siglo XVI). Ahora las emplean las mujeres embarazadas para sostener su vientre o fajar a su bebé; los varones la llevan en la cintura durante las duras faenas agrícolas.
Cada una tiene su propia simbología. La faja sara representa el maíz y la faja pata, al andén. Las mujeres de San Ignacio, a 3 mil metros sobre el nivel del mar, se ciñen la faja pata hasta los 15 años, y luego la sustituyen por sara, como lo hacían las collas del inca.
La diferencia entre una y otra es el tejido. La sara se mezcla con diferentes formas y colores, y la pata va directo. Pero, las dos demoran dos días en su confección, actividad que la comparten con el cultivo de la papa, oca, maíz, arveja, haba y sus animales domésticos.