El Cañoncillo, despensa de Pacasmayo

Guido Sánchez Santur

sasagui35@gmail.com


El bosque El Cañoncillo es un hermoso paraje donde podemos practicar el ecoturismo, en incesantes caminatas, mientras respiramos aire puro para contrarrestar el atosigamiento que se experimenta en la ciudad.

También se le denomina Cañancillo, según el historiador y geógrafo Alberto Pinillos Rodríguez, y alberga gruesos troncos retorcidos en sus mil 300 hectáreas de extensión, testigos de la historia de los pueblos aledaños.

Internarse en este oasis rodeado de arenales es todo una aventura inolvidable. Cuando el sol quema, la sombra del leal algarrobo nos protege, mientras el ganado vacuno se alimenta del amarillento fruto que se lo disputan con los caballos y yeguas ariscas, casi silvestres.

El trinar de las aves se convierte en la música ambiental que acompaña el recorrido. De pronto, una rojiza putilla revoletea entre el follaje, compitiendo con el picaflor que finge huir de los visitantes mientras succiona la miel de las flores.

Los retorcidos troncos dan pie a caprichosas figuras que talla la naturaleza. Los más antiguos se arrastran en el cálido arenal que les imprime energía al extremo de rebrotar en pequeños retoños que nacen de sus yemas, los que más tarde se convertirán en rejuvenecidos árboles.

Entre los resecos troncos y arenales corren los cañanes, alimento milenario que aún consumen los pobladores, como herencia de moches y chimús. De vez en cuando un zorro otea a lo lejos, vigilando a los extraños.

Solitaria, cual vigía, a un costado del camino permanece la cruz sobre la tumba de quien fuera el primer guardabosque, inmolado en la defensa de los algarrobos. Sólo se lee: Víctor Zalazar. 2 de octubre de 1956. Como buen algarrobo, el madero está intacto.

Dicen que Zalazar fue un hombre a quien la cooperativa Tecapa lo designó guardián de El Cañoncillo. Él iba y venía, recorriendo el bosque hasta que un día no regresó. Semanas después lo encontraron muerto. Lo habían asesinado los leñadores.

PASADO HISTORICO

Este bosuqe fue el hogar de los antiguos pobladores del valle Jequetepeque (hace 10 mil años), donde edificaron sus nobles viviendas de barro y sus imponentes murallas, cuyos vestigios se mantienen en pie.

Las gruesas ramas abrazan los muros de adobe, muestra de lo que hicieron las culturas Cupisnique, Mochica y Chimú. Los estudiosos dicen que hay plataformas, cerámica, recintos y plazas ceremoniales.

Un buen ejemplo de que nuestros ancestros supieron convivir con la naturaleza sin exterminarla, lo que en conceptos modernos se le denomina desarrollo sustentable.

AGUA CRISTALINA

La caminata agota, pero la satisfacción es grande. Entre la vegetación se abre paso una apacible laguna, un espejo de agua donde se reflejan el cielo, los árboles y cerros, cual hidalgos centinelas. En sus orillas soltamos el equipaje y nos alistamos para comer.

En sus aguas apreciamos una variada flora: helechos y totora, donde se esconden los patillos, zambullidores, tordos y garzas que pugnan por cazar a distraídos pececillos.

Con impotencia el visitante observa los extensos espacios despejados que dejaron los árboles cortados por los taladores que extraen leña para vender. Sólo quedan troncos casi a ras del suelo. Por eso, años atrás se formó un comité de defensa empeñado en impedir la depredación y promover nuevas posibilidades de desarrollo para la comunidad. Se trata de brigadas voluntarias que vigilen esta área natural e impulsar el aprovechamiento indirecto del bosque como recurso turístico.

EL DATO

Este exótico paisaje está a dos horas y media de Trujillo (en vehículo), pasando por San Pedro de Lloc (Pacasmayo) San José, Tecapa y Santonte.

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