Guido Sánchez Santur
Es un día esplendoroso cuando caminamos por las estrechas calles céntricas rozando el cuerpo con las personas que vienen en sentido contrario, para no trastabillar en la pista. De tramo en tramo avistamos antiguas casas con estilo Republicano que resaltan el atractivo de Pacasmayo.
Los rayos del sol se intensifican mientras admiramos las estatuas de los delfines, los pequeños puentes, los ‘caballitos’ de mar y otras alegorías que engalanan el Paseo de la Paz, una ruta preferida por los visitantes, aunque luego se llevan un leve malestar por la basura y bolsas plásticas en las fuentes de agua y en el canal que pasa a un costado de este atractivo.
El panorama mejora cuando nos desplazamos por la alameda que nos lleva hasta la playa. En este recorrido nos refresca la brisa marina y el microclima que generan los arbustos de la avenida 28 de Julio. En esta vía nos llama la atención especialmente la antigua casona, donde funcionó la ex estación del ferrocarril y que ahora es la sede de la Casa de la Cultura.
TODOS LOS SANTOS
Llegamos al muelle, pero no ingresamos decidimos que lo haremos en la tarde aprovechando la caída del sol. Mas bien enrumbamos hacia el cementerio, en la parte alta, para conocer sus tradiciones, aprovechando que se celebra el Día de todos los Santos (1 de noviembre).
El ascenso es un reto, por lo empinado del camino. Arriba, la gente con sus ramos de flores en mano arreglan las tumbas o nichos, rezan oraciones, otros brindan con cerveza y comen junto al lugar donde ‘descansa en paz’ su familiar. No falta quien contrate los servicios de un dúo o trío de guitarristas que le cantan al difunto.
Al fondo, un panteón casi abandonado, donde muchas sepulturas están con las lápidas y cruces caídas y, algunas más trágicas, se encuentran abiertas y derruidas, con las osamentas a la intemperie. La soledad es más que notoria, apenas algunos parroquianos caminan a lo lejos con el afán de encender unas velas a sus seres queridos que partieron al más allá.
Salimos del camposanto y al frente teníamos la imponente efigie de Cristo Resucitado, mirando al mar. Desde aquí tenemos una vista privilegiada del balneario y parte de la ciudad, es un mirador por excelencia.
Descendemos esquivando los mototaxis que, como en otras localidades del valle Jequetepeque, aparecen de uno y otro lado, cual plaga estacional. Este medio de transporte predomina en el interior de la ciudad, inclusive algunos son conducidos por menores de edad.
Ingresamos al extenso muelle, una joya histórica de Pacasmayo, que se salvó de ser quemado durante la guerra con Chile, gracias al generoso aporte económico del norteamericano, Benjamín Kaufman, residente en esta ciudad, quien negoció con los invasores y, como gratitud, un parque frente al mar fue bautizado con su nombre.
Su amplitud nos invita a caminarlo hasta el fondo, donde encontramos parejas de enamorados que se arrullan entre la brisa marina, o a los pescadores que preparan sus anzuelos y trampas en busca de una pesca gananciosa (peces o cangrejos). Casi al final, bandadas de pardelas, gaviotas y pelícanos se disputan los peces que afloran a la superficie o desafían al fuerte viento, tratando de mantenerse casi quietas en pleno vuelo.
Las ráfagas de aire que nos abrazan constantemente, nos hacen tambalear. Esto es parte de la aventura. Volteamos a mirar a la orilla y nos encontramos con esa hermosa playa, acariciada por las oscilantes olas, bajo la sombra de las casonas de madera, símbolo de lo que fue este importante puerto liberteño, durante la época colonial.
El sol empieza a soltar su rayos mortecinos, a medida que cae el sunset. Es hora de caminar por el malecón Grau, con su piso embloquetado y sus bancas de madera que invitan a descansar, tras la árdua jornada, a la vez que nos deleitamos con batir de las olas, que golpean la orilla empedrada.
Para el recuerdo, los artesanos nos ofrecen chucherías y objetos elaboradas en Piedra Jabón y otros materiales, en los puestos instalado a lo largo de las cinco cuadras que comprende este corredor.
Al otro lado, unos adolescentes y jóvenes juegan fulbito en la cancha de propiedad del antiquísimo Club Pacasmayo. Y en la playa El Faro varios muchachos compiten con la fuerza del viento y las olas, con sus equipos de vela o windsurf. Otra vez los pescadores, alejados del ruido, capturan distintas variedades de peces que luego degustaremos en ceviche, sudados, apanados…
La tarde termina, ha sido un día aleccionador, un nuevo lugar recorrido entre gente amable y hacendosa, una experiencia más que fortalece el espíritu, otro viaje que renueva las energías.
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