Tayabamba: entre el oro y la leyenda

Guido Sánchez Santur
 “Bajo el cerro Pahuarchuco se esconde un lagarto mitológico, uno de cuyos ojos está en Collay, donde aflora un pequeño manantial; mientras que su cola sale en la laguna de Gochapita. El hoyo, que supuestamente es el ojo, es muy profundo y se sitúa en el patio de la casa de mi tía Alicia Mendieta, cuya hermana Alida, hace años, metió la pierna para comprobar cuan hondo es, y sintió que algo la jaló hacia abajo. Desde entonces quedó coja. Los antiguos dicen que al moverse el animal se produce un movimiento sísmico, como el ocurrido 11 años atrás y que sepultó la mayor parte del pueblo de  Chiquiacocha”.
Esta leyenda nos la relata Yeison Marreros Guillén, joven tayabambino que nos guía hacia los restos arqueológicos de Collay, compuesto por imponentes paredes y habitaciones de piedra, aparentemente construidas por una civilización precolombina y que se mantienen en pie, pese al paso del tiempo.
El ascenso al sitio arqueológico exige del visitante mucha fortaleza y resistencia física porque se ubica en el empinado cerro que vigila a Collay, y que es un excelente mirador  a Tayabamba.
Este es uno de los importantes atractivos históricos que alberga este distrito, capital de la provincia de Pataz, caracterizada por su diversa y accidentada geografía que le imprime un encanto especial.
 Para los amantes de conocer el Perú, el solo hecho de recorrer la estrecha carretera que nos lleva desde la costa ya es una aventura, no solo por el vértigo que implica, sino porque en el trayecto uno encuentra paisajes variados, desde la puna, arriba de los 4 mil metros sobre el nivel del mar (Parcoy) hasta el valle cálido que nos ofrece el río Marañón, en Chagual.
Así, gozamos al ver el ichu en su ondulante vaivén soplado por el viento, la nubosidad constante que arropa los verdes cerros, bosques y pajonales; la frecuente lluvia, las caprichosas formaciones geológicas que dibujan imágenes antojadizas. La influencia de la Cordillera de los Andes da lugar a las llanuras, montañas, quebradas y los ríos cristalinos que se abren paso entre los cerros, o los otros cargados de lodo que se funden en el Marañón.
Y cómo obviar el extenso espejo de agua que forma la Laguna de Piás, que adquiere una rara coloración verdosa; o el sitio arqueológico de Nunamarca (Chilia) con sus Piedras Talladas que fueron estudiadas por Julio C. Tello, quien encontró lajas y estelas que envió al museo de antropología de la Universidad Mayor de San Marcos (Lima).
 Tradición y religiosidad
Estos territorios los recorrió el arzobispo de Lima y hoy santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, quien en 1605 llegó a Collay, de paso al Huallaga. Entonces Tayabamba era un pequeño poblado, cuyos habitantes se dedicaban a la minería en el Pahuarchuco y la Caldera, así como a la agricultura.
En esta visita, hizo obras de caridad a gente indigente y enferma, por eso en su recuerdo se levantó ‘La Capilla de la Caridad’ o ‘El Alto de la Caridad’. Se comenta que hizo pascana en ese poblado y al continuar a Collay fue acompañado por el cura Collar y varios vecinos hasta Pegoy, lo cual dio origen a la costumbre del ‘Paseo del Santo’, que cada 24 de abril se rememora, escenificando el arribo de este ilustre personaje.
A partir de este acontecimiento se tejieron varias leyendas. Una de ellas se refiere al mulo que conducía su equipaje que fue devorado por un puma al internarse en la selva. Toribio, lleno de indignación, exigió la presencia de la fiera, la que compareció a sus pies, arrepentida de su voracidad. El santo, después de reprocharle el daño que le había ocasionado, lo condenó a llevar su carga. Obediente cumplió su condena hasta que el peregrino salió del enmarañado bosque.
De otro lado, a los pies de la imagen del santo se ve un becerro de oro que representa la leyenda del obsequio que le hiciera el heredero del cacicazgo de Chiquiacocha y Huanapampa cuando el arzobispo llegó al Pegoy. Como el santo no pudo llevarlo a Lima, lo dejó encargado al mismo cacique, pero un día el animal desapareció y el encargado de su cuidado, tras una larga búsqueda dio con él en una espaciosa cueva, de la que no quería salir; entonces se vio obligado a llevarle, de vez en cuando, sal y cebada, regalos que la res retribuía con oro que el cacique vendía a un comprador de Tayabamba.
Intrigado, el comerciante preguntó al cacique, de donde sacaba tanto oro y al no ser satisfecha su incógnita, averiguó por su cuenta. Lo espió hasta que descubrió el prodigio y se propuso apoderarse del milagroso animal. Ingresó a la cueva, lo amarró y comenzó a jalarlo para sacarlo, el ternero ofreció resistencia y dio un bramido tan fuerte que el cerro se vino abajo, tapando la boca de la gruta y sepultando al avaro. Ahora, los campesinos de estas tierras dicen que las noches de plenilunio se ve al torito entre los trigales y que el oro refulge en su lomo.
Además, dicen que Santo Toribio es propietario de unos terrenos, donde sus priostes y mayordomos siembran trigo, con cuyas ganancias se celebra su fiesta. Y cuando su imagen va de visita a Collay es recibido por la Virgen de la Candelaria, patrona del lugar; sin embargo, en la noche Toribio burla la vigilancia de su anfitriona y sus fieles y se va a “echar de menos su ganado”, prueba de ello son los shilcos o cadillos que en su manto aparecen misteriosamente la mañana siguiente.
Este cúmulo de historias y leyendas nos embargan la atención y nos hacen olvidar las dificultades que enfrentamos para llegar a estos alejados pueblos, cuya población, en su mayoría, se dedica a la minería formal e informal, espectáculo que ya se integró a su variopinta geografía.

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